No sé el motivo, pero nuestros padres adquieren en lo
íntimo una connotación de inmortalidad porque son nuestros papás. Nos
invade tal vez la imperiosa e inconsciente sensación de que ellos
quizás, en un tiempo muy lejano, despegarán de nuestro lado. Pero, de
repente llega el día con hora incluida en que nos abandonan y seamos
niños o grandes, quedamos huérfanos y experimentamos la sensación de
perder ese manto protector 'la eterna cobijita de la infancia' porque
tenemos que cortar las amarras, dejarlos partir y soltarlos desde la mente
para cobijarlos en el corazón de los afectos.
El suceso de
la muerte es incomparable, porque entra en el dominio singular de
la persona humana. Puede presentarse en cualquier etapa del ciclo, pero,
pareciera ser que culturalmente
es más entendida y aceptada la partida cuando se es muy longevo y más aún
cuando es predicha. Lamentablemente, este aviso previo conduce al
amargo consuelo amistoso y a veces compartido ligeramente: 'era
mejor, se cumplió una etapa, era innecesario el sufrimiento'
pero ¿qué hacer con el vacío, la añoranza, la tristeza frente al
destierro?.
Con nuestros
padres ancianos, depende sólo de
nosotros el cómo vivir el proceso de la ausencia notificada y este ha sido
el camino recorrido con papá y mamá. Este adiós es tan legítimo como
otros, porque el instante mismo del último estertor
transforma, se adquiere otro estado de conciencia, se despierta el
eco de las palabras término, nunca más. Esto es y no es entendible, porque
de lo contrario no quedarían rebotando en la mente, para darnos
cuenta que ya no tenemos tutela y que tampoco tutelamos.
A partir de la sacudida inicial mezcla de desamparo e
incredulidad, nos dice la familia, los amigos y la costumbre
colectiva, que es requisito para nuestra salud mental hacer un buen duelo
porque nos enfrentamos a una pérdida. Si bien es cierto este proceso
atraviesa etapas (lo entiendo intelectualmente, lo he
vivenciado) pero, he llegado a la conclusión que más que detenernos para
negar, rabiar, llorar, culparse, aceptar, lo más restaurador
es recordar los buenos y malos intervalos en relación con la persona
querida. Experimentarse desde esos interludios nos entrega una nueva
mirada, más amplia y reconciliadora de sucesos que a veces limitaron y/o
enriquecieron nuestra propia vida. Por eso también esta crisis nos cambia y
las lágrimas acompañantes, consuelan la pena, reconfortan la ausencia y
rocían el alma dolida.
Tuve el
privilegio de asistir a ambos en el momento del abandono físico y son
lecciones a fuego. Yo ya soy huérfana total desde el 29 de Abril porque
despedí a mamá, quien era el último eslabón de los que me antecedieron.
Mamá y papá tienen otro domicilio, viven en la calle nueva vida, su
número es el gozo, habitan una morada de varios pisos plenos de
alegría, en cuyas dormitorios luminosos descansan la armonía,
la plenitud, la felicidad y la esperanza de los reencuentros amorosos.
En homenaje a
mis padres, quienes me prodigaron en el vivir y en el morir,
procuraré entonces que mi equipaje diario esté atiborrado de
hermosos regalos; saludos cariñosos, grandes abrazos compartidos,
presencia y voz respetuosa, regalar ternura y
comprensión a la familia, gozar de la amistad, brindar por
estar en este mundo tan bello y ser el turista más alegre en esta
existencia que me tocó vivir. Deseo que estos tesoros siempre estén en mi
maleta para que cuando vuele al cielo del Padre, pueda cerrarla e
identificarla como: 'mis más apreciados recuerdos de vida'.
María Guisella Steffen Cáceres
Magister en Ciencias de la
Educación con Mención en Relaciones Humanas y Familia y Licenciada en
Familia
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