HIJOS BOTÍN DE GUERRA
(Abril, 2004)

El presente artículo es una colaboración de la periodista Lorena Mahuzier


Tras el quiebre de una familia los mayores perjudicados siguen siendo los hijos. De los padres depende que esta dolorosa vivencia les deje las menores secuelas posibles. Desafortunadamente, no todos los niños tendrán el mismo final, ya que ellos no deciden el camino para afrontar la ruptura: ¿Amor o venganza?

“He aprendido que cuando un recién nacido aprieta con su pequeño puño, por primera vez, el dedo de su padre, lo tiene atrapado para siempre” (Gabriel García Márquez).

Amor. Lo que el famoso premio Nóbel nos metacomunica tiernamente en su conmovedora reflexión, es el gran tema que atraviesa y explica nuestra historia universal (en una de sus perspectivas) y que marca, determina, grava con fuego la vida de cada persona: El AMOR. Porque según cómo hayamos crecido en él (con presencia, o ausencia de éste, de manera sana, enfermiza, egoísta o totalmente desviada) seremos adultos capacitados o inhabilitados para vivenciarlo con madurez y profundidad.

Existe consenso, en prácticamente todas las sociedades, en que el amor más grande que un ser humano puede experimentar es aquel que profesa un padre hacia sus hijos. Aún más, la mayoría aprende y conoce este sentimiento incondicional, en su generosidad, tolerancia, comprensividad, sabiduría, humildad y perdón, a través de sus retoños, cuando ese amor es sano y genuino, no cuando el niño viene a satisfacer nuestras propias necesidades.

Ser madre y ser padre es un proceso de construcción permanente, cuyo motor afectivo, en su máxima expresión, nos conecta de manera directa con la experiencia de la espiritualidad y la vivencia del encuentro con Dios (para los que creen en un ser superior, en la forma que lo conciban). O a la inversa: aquellos que desde su relación íntima con el padre trabajan en su propia paternidad o maternidad.

Sin embargo, este proceso se quiebra y se desvirtúa, en la mayoría de los casos, cuando la pareja se separa. Esa familia entonces queda de por sí con una pata coja, por el sólo hecho de atravesar una experiencia traumática y dolorosa para todos los que integraban ese núcleo. Porque es necesario recordar que desde el punto de vista psicológico, dicha situación es asimilada como un duelo, que tiene sus etapas y su propio tiempo de reparación.

Lamentablemente los niños, dependiendo de su edad, no cuentan con los recursos psicológicos necesarios para procesar este quiebre, ya que su mente cognitiva y emocional se encuentra en plena formación. Es por ello, aunque suene “cliché”, que los hijos resultan ser los más perjudicados en esta historia, porque los padres poseen ya una batería interna de herramientas-por precarias que sean- que los habilitan para afrontarla con mayor o menor madurez.

Y es justamente en este trance donde se prueba la calidad y profundidad del afecto parental, porque existen dos caminos y un abismo brutal entre ellos: amor o venganza.

En efecto, un matrimonio disuelto en circunstancias armoniosas, tanto como les sea posible, de poseer en sí mismos cada uno de los dos dignidad, madurez, respeto y un profundo amor por sus hijos, es capaz de discernir que sus problemas de pareja son un tema, y ellos, otro; que sus diferencias las irán resolviendo privadamente sin utilizar a los pequeños como botín de guerra, reconociendo que “los niños tienen el absoluto derecho a crecer con un vínculo afectivo sano con ambos padres, aún después de una ruptura conyugal” (Guisella Steffen, licenciada en mediación familiar, magíster en relaciones humanas y familia).

Duele reconocer, sin embargo, para los que creemos y queremos una sociedad más unida por el respeto y el amor hacia nuestro prójimo, que dicho camino (el más sano entre todos los males, porque lo óptimo sigue siendo la familia unida, aquella que crece en las dificultades y se fortalece de ellas) es minoría en la realidad, y que la ruta de la venganza se ha convertido, casi, en un estándar de “normalidad”.

Prueba de aquello, son los tribunales de menores abarrotados de demandas de las más diversas e increíbles índoles, con la finalidad de extorsionar al ex cónyuge (mujer o hombre) a través de los hijos. Así nos topamos con realidades en que el padre (o madre) no los ha podido visitar durante años, o que sus encuentros son tan cortos y espaciados que rayan en lo absurdo, o que simplemente sólo pueden ver a sus niños en los mismos tribunales. ¡Hasta eso hemos llegado!.

¿Porqué?, porque de esta manera el cónyuge herido que no entiende de amor, canaliza su rabia y su venganza hacia el otro en lo que más le duele: sus hijos. Asimismo, utiliza a los niños en contra de su ex, llenándoles su cabecita de odio contra él o ella, con frases como: “¡Tu padre (madre) no te quiere, porque si te quisiera nos habría dado más dinero”, o “porque nos abandonó” (cuando el abandono es hacia la pareja, no por los niños), o “porque es un mal padre (madre) egoísta, al que sólo le interesa su persona”, y cosas por el estilo.

De esta manera, la madre (o padre) no logra tomar conciencia de que sus rabias y su dolor debe vivirlas y aprender a superarlas al margen de los hijos, y no traspasárselas a ellos como método de venganza.

Lo único que se logra, bajo estas circunstancias (¡que doloroso!), es que esos pequeños que nos fueron confiados para entregarlos llenitos de herramientas sanas para el mundo que les tocará, crecerán inmersos en un feroz conflicto de lealtades, confusión, soledad, temor y sentimientos de desprotección. Este camino, el de la venganza, es la vía más rápida y expedita para crear seres humanos amputados psicológica y afectivamente. Y de paso, dejar padres (o madres) heridos de muerte. Porque el dolor más grande de un progenitor que verdaderamente ama a sus hijos, es su lejanía forzada y el rechazo gratuito de éstos.

Recuerdo la frase reiterativa de un padre que no pudo estar al lado de sus hijos como a él le hubiese gustado: “La pena más grande que me llevo a la tumba son mis hijos. Porque no les pude dar el hogar que ellos merecían, eran mi responsabilidad desde el momento en que los traje a la vida, y les fallé”.

Amar con verdad y de verdad a los hijos, significa entonces trascender las rivalidades y conflictos con la pareja, después que se quiebra la familia que una vez fue el seno tibio donde acurrucarse cuando llegaba el fin del día. Para que esas personitas en proyecto, sepan que a pesar de la distancia que los separa de uno de sus progenitores, ese espacio de contención sigue igual de tibio ahora en dos casas. Que su madre y que su padre, por el bien absoluto de esa vida mental, física y espiritual en construcción, seguirán apretando su pequeño puño, porque él los atrapó para siempre, así como reza el pensamiento de Gabriel García Márquez.

Lorena Mahuzier Steffen.
Periodista